• No cabe duda de que el, todavía concierta gran interés en la historiografía del hispanismo. A pesar de su notoriedad e importancia en nuestro pasado histórico, el decreto de conversión obligatoria para los judíos, ordenado por los Reyes Católicos en la primavera de 1492, presenta aún no pocas sombras e interrogantes. Tal vez la más problemática de todas sea el intento de racionalizar, desde nuestro conocimiento actual de aquel pasado, las hipotéticas ventajas que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón pretendieron obtener al tomar tan notoria como polémica medida. En general se acepta la opinión de que, en efecto, “los monarcas no deseaban que sus judíos se les marcharan”, sino que “aceptaran el bautismo y se quedaran”, un pensamiento totalmente acorde a la conocida querencia de las monarquías europeas en general, y de la hispánica en particular, por atacar y proteger, a veces casi al mismo tiempo, el devenir de las comunidades judías de sus territorios. Pero como tantas otras del pasado, todavía quedan muchas incógnitas por despejar.
    Dejando al margen la abrumadora mayoría de enfoques con que la diáspora de 1492 puede ser analizada, el marco concreto de estas páginas estriba en el aspecto económico de la misma. Se trata de un asunto de tremenda magnitud, dado el enorme valor cuantitativo y cualitativo que, como es sabido, la minoría hebrea ejerció en las economías europeas de la Edad Media. No se trata ya de los onerosos impuestos que afectaban a sus miembros, en especial la llamada capitación de los judíos, sino también del peso específico que, de forma individual, muchos de los miembros de esta minoría tenían por su capacidad de financiación de la Hacienda pública mediante arrendamientos o préstamos. Por fortuna, en los últimos años se han efectuado algunos estudios sobre la percepción numérica de este tema, es decir, para intentar averiguar cuántos judíos, en términos puramente matemáticos, abandonaron Castilla y Aragón en 1492.